Tapa de libro de López.
¿Y eso es bueno o malo?
Depende desde donde se lo mire. Desde el punto de vista de la encomienda, la mita y el yanaconazgo, tan caros al sentir de gran parte de nuestra comunidad (no olvidemos que una vez Bussi fue elegido gobernador), el acontecimiento debería ser visto como una avanzada de los “mechudos sucios”. Desde la perspectiva de los lectores exigentes, en cambio, podría muy bien ser tomado como una bocanada de aire fresco, ante tanta portada vetusta y ceremoniosa (o por qué no folclórica) a la que nos tienen acostumbrados numerosísimos autores de la provincia. Libros que no han sido escritos para ser leídos, sino para vegetar en los anaqueles oficiales llenos de tierra, porque al autor lo único que le interesa es tener para decir el día de mañana, mientras enarbola la copa de oporto: “Cuando escribí mi novela...”. Y eso confiere estatus y también engruesa el currículum. La aparición de un libro erótico en una aldea, se parece a la aparición de un travesti en un café del centro: aspira a volverse el objeto de todas las miradas, y aún de todas las críticas. Y esta era la palabra que, desde el comienzo, pujaba por abrirse paso en la cadena de mi discurso: la crítica. En Tucumán no existe crítica. Se confunde el concepto de crítica con el de “hablar mal de...”, que no es lo mismo. Todo intento de crítica es tomado como agresión, pues la modalidad mediática consiste en darle la razón a todo el mundo, o su otro extremo: pelearse tipo conventillo. Volviendo a nuestro tema: la literatura erótica podría, sin duda, si se sostiene como texto, resucitar el sentido crítico de nuestro pueblo.
Pero vamos a los bifes
Solía decir una amigo mío que era vegetariano: “Pero vamos a los bifes (de soja). Cuando llegué aquel Sábado de Octubre al shoping de la terminal nueva me encontré con el talentoso Joaquín Acevedo y su despampanante esposa Lucrecia, quienes estaban a cargo de la coordinación de la Feria del Libro. Un mundo de gente. Luego ingresé a una tiendita donde presentaban el libro Uan tu fac, de Alejandro López, escritor porteño. Este rubio bronceado supercanchero nos habló de las ventajas de escribir una novela en forma de chat. Los dialoguitos cortos te ocupan mucho papel y eso parece triplicar el volumen de la publicación; como parece que las universidades se fijan mucho en las dimensiones, la obra había obtenido dos becas, mientras que su primera novela (muy finita) no recibió distinción alguna. Y después dicen que “el tamaño no es lo importante”. A todo esto, una respetable anciana abrió fuego a la rueda de preguntas con la siguiente especie: “Vos estás destruyendo la literatura ¿Por qué mejor no te dedicás al cine?” Los ojos verdes de Alejandro no se arredraron en absoluto, con mucha calma, y hasta con ostentación le contestó: “También hago cine”. A continuación se oscureció la sala y nos pasaron un corto de cinco minutos. Película en blanco y negro, podía apreciarse en ella el primer plano de un “membrum virile” (lo digo así porque estamos en Tucumán) en estado de reposo. De pronto esta verdadera mole de carne comenzó a desplegarse lentamente sin auxilio exterior alguno, hasta obtener su máxima erección, y luego fue retornando poco a poco al estado inicial. Finalmente los créditos nos dieron el director (es decir, López), el guionista, la música y el número de teléfono del modelo utilizado. Finalizado el film, la respetable anciana del fondo (¿por qué será que siempre los revoltosos se sientan al fondo?) volvió a la carga, como era de esperar: “Con tanto niño hambriento en la calle, vos te venís a gastar la plata en estas zonceras, pero andaaaaaaá”. Entonces un maricón rubio de altísimo jopo, que hace rato la venía odiando, le contestó: “Señora, también hay hambrientos de pija ¿sabía usted?”
“Informe sobre señores”
Ya me iba, cuando, de pronto, en el interior de otra tiendita muy colorida, que tenía dibujada una rayuela en las paredes, descubro a mi amigo Eduardo, el único escritor tucumano “best seller” que conozco (y muy bueno en lo suyo). Le digo “¿qué hacés hijo de puta, desde cuando asistís a la presentación de un libro que no sea el tuyo?” Yo bromeaba por supuesto. Me contesta: “Traje a la nena, porque había anunciada acá una función de títeres y me encontré con esto. Quedate, es interesante –agregó- Se trata de un pibe nuevo. Creo que es su primer libro”. Entré en mitad de un cuento que estaba leyendo el autor, un tal Lorenzo Verdasco, autor tucumano. Nunca pude pescar la trama, sobre todo por el ruido que venía de afuera. Pero pude apreciar que las caras de casi todos los asistentes lo seguían con mucho interés, incluso algunos con muestras de fanatismo. Sólo alcancé a entender un fragmento: “El muchacho protestó un poco, tratando de esgrimir su machismo de pacotilla, pero toda resistencia se desmoronó ante el beso inexorable, sudoríparo, vinoso del albañil (porque Rubén poseía un sexo de albañil y esto lo definía en su esencia, independiente de su ocupación u oficio)”. Me di cuenta inmediatamente de que Eduardo tenía razón: valía la pena quedarse.
Después de escuchar profundos análisis intelectuales que se intercambiaron entre autor y presentador, y cuando vi que la cosa parecía terminar, adquirí un ejemplar de “Informe sobre señores” y allí mismo me entusiasmé con la contratapa, cuyo título rezaba: “El W.C. como goce estético”; todo esto mientras aguardaba mi vuelto, que el autor mismo, que era quien vendía los libros, no podía conseguir. Demás está decir que esa noche me llevé a Verdasco a la cama, es decir, no al autor, sino a su libro.
Bárbara López